En un grito dijeron todo.
Se abrazaron, lloraron, se arrodillaron. Todo en un grito.
Atravesaron por sus cabezas los capítulos más frustrantes de su historia.
Todo alegría. No es que fue olvido, más bien fue limpieza.
Primero, olvidaron donde estaban parados, si es que lo estaban.
Segundo, dejaron atrás toda diferencia.
Tercero, sus cuerdas vocales vibraron afinando el canto más deseado al oído.
Cuarto, sus brazos pesaron más que cualquier idea.
Quinto, los insultos. El llanto contenido. Más insultos. Al árbitro, al juez de línea, a la fifa, a los árboles genealógicos, al reglamento, al orden impuesto.
Fueron cinco los segundos que bastaron para construir el abrazo colectivo más grande de toda la historia.
Eso los hizo felices sin saberlo. Más felices que levantar una copa.
Pero que tristeza no haberlo hecho.
Se posó el recuerdo. Tapó un poco la luz.
Nos trajo la sombra de la regla primera:
“Aceptar las reglas del juego es aceptar la injusticia.”
Se abrazaron, lloraron, se arrodillaron. Todo en un grito.
Atravesaron por sus cabezas los capítulos más frustrantes de su historia.
Todo alegría. No es que fue olvido, más bien fue limpieza.
Primero, olvidaron donde estaban parados, si es que lo estaban.
Segundo, dejaron atrás toda diferencia.
Tercero, sus cuerdas vocales vibraron afinando el canto más deseado al oído.
Cuarto, sus brazos pesaron más que cualquier idea.
Quinto, los insultos. El llanto contenido. Más insultos. Al árbitro, al juez de línea, a la fifa, a los árboles genealógicos, al reglamento, al orden impuesto.
Fueron cinco los segundos que bastaron para construir el abrazo colectivo más grande de toda la historia.
Eso los hizo felices sin saberlo. Más felices que levantar una copa.
Pero que tristeza no haberlo hecho.
Se posó el recuerdo. Tapó un poco la luz.
Nos trajo la sombra de la regla primera:
“Aceptar las reglas del juego es aceptar la injusticia.”
Fernando
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